lunes, 24 de mayo de 2010

Confesión

Es en esos momentos en los que el silencio no es opcional, sino opresivo, en que nadie más está despierto o cuando estoy descansando del estudio, que mi cabeza me juega malas pasadas. Y es que la imaginación es más tétrica que jugosa, y en vez de llevarme por senderos de malpensadez, jugoseo, teatros mentales (amorosos, subentiéndase) u otros por el estilo, deriva por el sadismo y la crueldad de la que reniego en cuanto tengo oportunidad, y me lleva de paseo por las peores tragedias imaginables, despertando -obviamente- las alertas de manera instintiva y casi paranoica.

Y es terrible, porque me da miedo incluso el abrir los ojos (si estoy durmiendo) o el mirar hacia los lados o por las ventanas (si estoy estudiando, y ni pensar en entrar en algún lugar con las luces apagadas... menos donde haya espejos o algo en lo que me refleje), y ni así se disipa el temor. Aguzo el oído al extremo de que cada sonido me pone más y más alerta y saltona, generando nuevas oleadas de tétrica inspiración para mi sádico inconciente.

Eso, además de los temores innatos y estúpidos que tengo (que otro sismo, que un robo, que... mil y un tragedias que reniego por el hecho simple del llamado a la tragedia que siempre ocurre) implica una sensación permanente de peligro mientras sea la única despierta en mi entorno, aún sabiéndome acompañada por el conjunto durmiente de toda mi familia alrededor.

Me imagino mil y un cosas que no ayudan a la paz mental, y soy incapaz de frenarlas una vez que se han desatado en mi cerebro... siguen su curso propio, y no acaban sino hasta que me duermo - nada más que porque escasamente recuerdo lo que sueño, y si lo hago, frecuentemente son sueños o muy muy felices o muy extraños que me dejan en las dudas- o hasta que me voy a dormir con alguien más (léase mi madre :D)

Pero el estar acompañada no sirve de nada si el origen de mi terror está en mi cabeza...