lunes, 26 de diciembre de 2011

Una Mujer

Una mujer es de sol y de ceniza.
No sabe medir la distancia ni dimensiona bien las cosas.
Todo se está alejando para ella.
El presente se le vuelve pasado tan vertiginosamente que necesita hablado y afirmado para que se le vuelva tangiblemente realidad.
Por eso una mujer pregunta lo mismo muchas veces: porque sólo superponiendo las respuestas con la carbonilla indeleble de la repetición para que éstas coincidan, consigue acuñar una respuesta: monedita que atesora.
Ella es la playa de donde todo parte: el mar, la vida, el diario viaje del hombre y de los hijos.
De ella nace todo ... y no le pertenece nada.
Ella siente que su misión es dar: partir el fruto, abrir los pétalos dulces de su corola, y recibir le provoca culpa.
Quisiera ser un puerto de llegada, y es un puerto de paso, de partida.
Es el mundo el que gira loco por sus venas. No lo alcanza, sin embargo, porque está esperando y tiene miedo de irse y de que no la encuentren. ¿ Y si llegaran cuando yo no estoy? Una mujer es una vestal que cuida el fuego y guarda los recuerdos.
Nunca ha tenido algo completamente. Hasta su cuerpo es una duda que sangra cada mes, dejando huir un sueño o un temor o una esperanza ...
Es una orilla que no puede detener el río: lo acompaña en el instante de su paso y ni siquiera sabe si el espejo del agua se ha llevado su imagen.
Por eso una mujer necesita que se le digan todas las palabras del amor. Que se las repitan una y otra vez, así, al desvanecerse el primer sonido otro nuevo sonido se las entregue, enteras.
Y entonces ella será la caracola casi mágica que guardará en su interior el murmullo del agua del océano.
Una mujer tiene que pedir. Si no pide, se olvidan de darle.
y cuando le dan porque ella pide, recibe con dolor.
Pero no puede prescindir de todo, y aunque pedir la humille, pide, pide, pide siempre.
Y pide mucho para que no dejen de darle un poquitito.
Igual a los perros abandonados en la calle, que responden a cualquier silbido, ella sigue al que la llama con un retacito de ternura.
Le parece que crece con apuro, pero siempre está igual, desvalida detrás de su armadura de segura o de indiferente.
Una mujer no sabe perdonar porque no tiene acceso al olvido.
Desde niña le han ordenado: "No te olvides", y ella pensó que no tenía que olvidarse de nada. Y cada dolor está en ella tan crudo, tan vivo, tan presente, que para aliviarlo tiene que vengarse.
Casi nunca cuenta cuál es su venganza, porque teme ser castigada.
¡La han castigado tanto ya!
Sus venganzas, tontas, sutiles o monstruosas, son su único secreto. No se las confiesa a nadie.
De nada serviría entregarlas a alguien que las volviera en su contra, como acostumbra a usar en contra de los otros las cosas la gente que las conoce.
Una mujer imagina tan violentamente, que es como si viviera lo que imagina.
Ve cine en el techo de su cuarto y es la protagonista de películas que ninguno sospecharía.
Tal vez sea ella misma solamente cuando se sueña, se inventa, se sumerge en ese cine solitario de su pensamiento.
Y a veces, ese cine solitario de su pensamiento es el único pensamiento sobre ella que rueda por el mundo ...
Las largas horas de la soledad le han impuesto su título de solitaria, de soñadora, de inventora, de creadora de irrealidades que son su precaria realidad posible.
¿A una mujer quién la nombre, quién le dice su nombre? Casi nadie.
Podría ser cualquier mujer y no ella en el momento más hondo del amor, cuando el hombre le dice "amor", le dice "corazón", le dice "cielo" ... pero no le dice su nombre, el nombre que la dibuja, que la colorea, que la recorta de las fotografías.
Una mujer casi nunca está entera. Fue haciéndose de a poquititos y también se morirá de a poquititos.
Porque una mujer no es una fruta que se desprende de pronto del árbol, como los hijos, como los hombres. Es una flor que se va deshojando pétalo a pétalo, avergonzándose de su sufrimiento pero aceptándolo como un rito, como una obligación ineludible o una maldición ancestral.
Una mujer está expuesta y casi siempre en carne viva, cicatrizando.
Tapándose las heridas para que no le echen vinagre sobre ellas.
Los hombres no pueden resistir la tentación de echar vinagre en las heridas, y ponen la excusa de intentar curarlas así. Por eso justifican las luchas, las guerras, las competencias despiadadas y crueles y las tildan de necesarias o beneficiosas ...
Una mujer, aun derrotada, deshecha, desahuciada, arremete igual.
Vuelve a empezar..
Vuelve a repetir los gestos del amor, de la. desolación, de la espera, de la pérdida, de la despedida, de la credulidad, del asombro.
Y repite las mismas preguntas, una vez, mil veces, un millón de veces, aunque la respuesta no sea la buscada, la esperada, la necesitada, la que la resucite o la haga brillar como un cocuyo emergido del césped mojado del verano, como una lentejuela rápida del traje de la bailarina.
Y seguirá preguntando incansablemente, insaciablemente. Seguirá preguntando: " ¿ Me querés?" " ¿ Me querés ?" "¿ Me querés?".



Poldy Bird

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