domingo, 24 de octubre de 2010

Antinomias de la vida

Esta nota la refloté buscando ws en fbk, lo que me demuestra que en algún momento entendí lo que eran las antinomias! Ahora claramente no las recuerdo, pero he de decir que en base a ellas han habido buenos ratos xD


Eso.


Está bien, asumo que es MUY contradictorio que le ponga así a una nota, más aún cuando debería estar haciendo el trabajo de intro y no jugoseando. Agrava más esto el punto que ODIO las antinomias con todo mi ser.
Pero considerando aún más que las antinomias son conflictos de normas, y que por la RAE es la contradicción entre dos principios racionales, se aplica a lo que pretendo decir.

Ser feliz es una norma de vida que se opone a la norma biológica que me dicta depresión por una descarga determinada de hormonas específicas, no?
¿con qué criterio puedo decidir cuál escoger para mantener un ánimo decente (y que no implique fijar un domicilio en tal condición)?
Si lo veo por un criterio de temporalidad, gana la decisión propia, porque mi visión de la vida comenzó a formarse después de que mi organismo comenzara a funcionar.
Si vamos por un criterio de especialidad, gana la biología, porque el cuerpo, con fallas y todo lo que quieran, es la máquina mejor creada hasta hoy, salvo el Playstation.
Y por un criterio de jerarquía.... el round sería entre mi cerebro y la hipófisis, y el corazón y el hemisferio derecho, no?... ¿Y quién gana ahí?

Y si nos vamos por la intención del legislador, para ver su motivo... ¿cómo changos recurro a Dios, Kami-sama, la Pachamama o quien sea el ente que maneja todo y está attento al luppi? No tiene domicilio donde hacerle llegar las notificaciones (sino pregúntenselo al gringo que lo demandó), y si le grito con todo mi fervor me llevan detenida por disturbios en la vía pública así que....

Eso, pu'h... Antinomias de la vida.
¿Quién se anima a explicarme ahora?

jueves, 14 de octubre de 2010

Et lux perpetua

No hubo vueltas. No hubo intentos.
Lo dejaron morir.

No es que él no lo supiera, es más, él había ordenado en vida que, si llegaba a pasar algo así, no lo dejaran seguir. Que lo desconectaran, en buen español. Que evitaran que diera lástima, en sus palabras.
Que evitaran gastos innecesarios, dolor en demasía; ese voyerismo cruel de tener al frente a alguien que se sabe muerto y -no entendía si por sadismo o masoquismo-  aún así luchar por que ese cuerpo, esa mera corteza ajada y corroída por la mezcla de estrés, nicotina, sexo y alcohol, siguiera emitiendo curvas en un monitor.

El problema se presentaba en ese momento, ante sus ojos, ante sus narices. Él, muerto para la medicina en general, tenía conciencia de cada cosa que pasaba. De los doctores hablando en chino con su familia en el fondo de la sala; de su señora, que lo miraba como si lo atravesara, como si fuera invisible; de la enfermera de la entrada que lo miraba con deseo, del cadáver del lado -porque ése sí que era cadáver-...
Tenía conciencia de que no podía reaccionar, de que su cuerpo lo traicionaba una vez más; de que las agujas que sabía se le clavaban no lograban crear la reacción exigida para que no lo abrieran en un pabellón para entregar sus restos a otras personas a la mitad del trance que él pasaba (y cómo lo crispaba -incoherencias aparte-)....

No, no había nada que hacer. Y eso lo ponía de los nervios, porque no veía a su alrededor los ángeles que lo guiarían a su juicio personal; no veía la dichosa luz que lo abstraería de esa desesperación de saberse vivo pese a que todo indicaba lo contrario. No, se rectificó, no estaba vivo. Era autoconsciente, pero vivo no estaba.
Ah, qué diablos. Venía a dar igual, más si tenía conciencia de que lo llevaban por un pasillo oscuro, en pos del escalpelo maravilloso que lo cortaría en tantos pedazos como él disfrutaba hacer con su cena las noches de carne...con la sola diferencia de que él no sería deglutido, sino que injertado en un cuerpo ajeno que lo adaptaría a sí mismo (con algo se suerte y mucha medicación).

Venía a dar igual, ahora que descubría con sus propios ojos propia conciencia que lo de los pulmones horribles por culpa del tabaco eran mucho peor de lo que salían en las cajetillas de cigarro...; que su estómago, ése del que tristemente hizo gala en algún minuto, en realidad no tenía nada de particular; en que su corazón era mucho más grade de lo que creía y que su miembro daba vergüenza ajena...

Pero, por sobre todo, venía a dar lo mismo ahora que se sentía atado a un cuerpo relleno de suturas y tapones en cada puto orificio de su cuerpo, mirando al vacío de una sala más vacía aún alquilada al que tuviera la pena de turno, en un cajón corriente que tenía una lámpara mortecina al costado, como simulando la  maldita luz que no llegaba aún a explicarle qué demonios él, su cadáver y su conciencia.

Hasta que se aburrió. Cerró los ojos (o aquel reducto de su inanimada mente por el cual absorvía las imágenes del mundo) y se tendió cuán incómodo se podía plantear sobre ese muñeco de carne en que se había convertido. Y esperó; a que su viuda -viuda, qué espanto- llorara y se desgañitara clamando por una razón a ese Dios que todavía no daba señales de pronunciarse; a que sus amigos desfilaran frente a ese reducto de madera, a ver quién con peor cara; a que sus familiares -esos que ni siquiera recordaba- se reunieran a su alrededor a contar anécdotas refritas de otro pariente que nunca conoció...
Esperó a que el sacerdote (¿qué demonios tenía que ver un sacerdote con él?) lo empapara de agua -para él normal, para el resto bendita- y recordara al mundo el buen hombre que -claramente- no había sido, y que lo sacaran trabajosamente del lugar desconocido (y que poco le interesaba, si era sincero) para montarlo en ese auto con olor sempiterno a muerte y flores viejas en dirección poco relevante.
Y siguió esperando, a que terminaran con el ritual prefabricado del entierro; a ser cubierto por las flores que fingían ser la manifestación de interés y que no era más que una convención social;  y a ser bajado a las entrañas de la tierra.

Pero, cosa curiosa, en vez de sentir la oscuridad cernirse hambrienta sobre él (o más bien la tierra sobre su cuerpo, para culminar el ciclo de la vida), sintió una luz  que poco a poco iba aumentando de intensidad. No sabía de dónde venía, si de arriba o de abajo; si de fuera o de dentro. Sólo sabía que poco a poco lo iba encegueciendo. Y que lo hacía ascender, de alguna forma inexplicable fuera de su entendimiento, que a estas alturas valía nada.
Y sentía que subía y subía...
Hacia la luz perpetua.




La mala inspiración llegó de mano del Requiem de Mozart.

lunes, 11 de octubre de 2010

Incoherencias.

-Te amo, ¿sabes? Pero no creo que eso nos baste. Siéndote sincera, me estoy aburriendo de tí.
Así, precisa, concisa, letal, fue que ella dejó en el aire todo el esfuerzo que les había costado años consolidar.
-¿Estás segura? Digo, hay mucho en juego aquí...
-No dije que estuviera terminando. Dije que me aburro. No hacemos nada nuevo, la rutina nos comió, ni siquiera tenemos de qué hablar...
-¿Y qué propones?
-No lo sé. Desde un comienzo no lo supimos, ¿no?

No. Desde un comienzo no lo supieron, salvo el sentir que el mundo se confabulaba en su contra para hacerlas sufrir más aún.
De mundos diversos, cada una con su cruz a cuestas, para ver que todos los parámetros en los que trataban de encajar se venían al suelo por amar a alguien igual a sí misma. O al reflejo, más bien. O a los opuestos, si se quiere. Les daba lo mismo. Hasta ahora, claro, en que los cuerpos se sabían tan de memoria en que ver a la otra desnuda ya no provocaba nada; en que la hora de la cama era literamente para dormir y en que hasta los días especiales (cumpleaños, aniversarios, recuerdos de días importantes) venían a ser lo mismo: un refrito de los grandes instantes anteriores...ésos que, de tanto recordarlos, perdían su magia y no pasaban a ser sino una foto desteñida en la memoria.
Ahora, el ser el espejo de la otra les venía en contra. Sabían cada gesto, cada opinión, cada suspiro, cada orgasmo de la otra. No quedaban sorpresas, no quedaban recovecos por descubrir; ya la depravación se les había agotado, lo mismo que la ternura. Lo que les quedaba era la costumbre.
Y eso, ESO, las mataba.
Pero no existía valentía como para cortar por lo sano, no había voluntad para decir "Adiós, un placer, que te vaya bien en la vida", ni para decir "Te detesto, te aguanté nada más que para no estar sola contra el mundo". Para nada habían ánimos. Sólo esa maldita costumbre, ese maldito conformismo que las había absorvido a ambas.
Completamente lejos de los que las llevó a unirse, a amarse, a conocerse. Y que, en esos momentos cruciales, ninguna podía recordar.