jueves, 14 de octubre de 2010

Et lux perpetua

No hubo vueltas. No hubo intentos.
Lo dejaron morir.

No es que él no lo supiera, es más, él había ordenado en vida que, si llegaba a pasar algo así, no lo dejaran seguir. Que lo desconectaran, en buen español. Que evitaran que diera lástima, en sus palabras.
Que evitaran gastos innecesarios, dolor en demasía; ese voyerismo cruel de tener al frente a alguien que se sabe muerto y -no entendía si por sadismo o masoquismo-  aún así luchar por que ese cuerpo, esa mera corteza ajada y corroída por la mezcla de estrés, nicotina, sexo y alcohol, siguiera emitiendo curvas en un monitor.

El problema se presentaba en ese momento, ante sus ojos, ante sus narices. Él, muerto para la medicina en general, tenía conciencia de cada cosa que pasaba. De los doctores hablando en chino con su familia en el fondo de la sala; de su señora, que lo miraba como si lo atravesara, como si fuera invisible; de la enfermera de la entrada que lo miraba con deseo, del cadáver del lado -porque ése sí que era cadáver-...
Tenía conciencia de que no podía reaccionar, de que su cuerpo lo traicionaba una vez más; de que las agujas que sabía se le clavaban no lograban crear la reacción exigida para que no lo abrieran en un pabellón para entregar sus restos a otras personas a la mitad del trance que él pasaba (y cómo lo crispaba -incoherencias aparte-)....

No, no había nada que hacer. Y eso lo ponía de los nervios, porque no veía a su alrededor los ángeles que lo guiarían a su juicio personal; no veía la dichosa luz que lo abstraería de esa desesperación de saberse vivo pese a que todo indicaba lo contrario. No, se rectificó, no estaba vivo. Era autoconsciente, pero vivo no estaba.
Ah, qué diablos. Venía a dar igual, más si tenía conciencia de que lo llevaban por un pasillo oscuro, en pos del escalpelo maravilloso que lo cortaría en tantos pedazos como él disfrutaba hacer con su cena las noches de carne...con la sola diferencia de que él no sería deglutido, sino que injertado en un cuerpo ajeno que lo adaptaría a sí mismo (con algo se suerte y mucha medicación).

Venía a dar igual, ahora que descubría con sus propios ojos propia conciencia que lo de los pulmones horribles por culpa del tabaco eran mucho peor de lo que salían en las cajetillas de cigarro...; que su estómago, ése del que tristemente hizo gala en algún minuto, en realidad no tenía nada de particular; en que su corazón era mucho más grade de lo que creía y que su miembro daba vergüenza ajena...

Pero, por sobre todo, venía a dar lo mismo ahora que se sentía atado a un cuerpo relleno de suturas y tapones en cada puto orificio de su cuerpo, mirando al vacío de una sala más vacía aún alquilada al que tuviera la pena de turno, en un cajón corriente que tenía una lámpara mortecina al costado, como simulando la  maldita luz que no llegaba aún a explicarle qué demonios él, su cadáver y su conciencia.

Hasta que se aburrió. Cerró los ojos (o aquel reducto de su inanimada mente por el cual absorvía las imágenes del mundo) y se tendió cuán incómodo se podía plantear sobre ese muñeco de carne en que se había convertido. Y esperó; a que su viuda -viuda, qué espanto- llorara y se desgañitara clamando por una razón a ese Dios que todavía no daba señales de pronunciarse; a que sus amigos desfilaran frente a ese reducto de madera, a ver quién con peor cara; a que sus familiares -esos que ni siquiera recordaba- se reunieran a su alrededor a contar anécdotas refritas de otro pariente que nunca conoció...
Esperó a que el sacerdote (¿qué demonios tenía que ver un sacerdote con él?) lo empapara de agua -para él normal, para el resto bendita- y recordara al mundo el buen hombre que -claramente- no había sido, y que lo sacaran trabajosamente del lugar desconocido (y que poco le interesaba, si era sincero) para montarlo en ese auto con olor sempiterno a muerte y flores viejas en dirección poco relevante.
Y siguió esperando, a que terminaran con el ritual prefabricado del entierro; a ser cubierto por las flores que fingían ser la manifestación de interés y que no era más que una convención social;  y a ser bajado a las entrañas de la tierra.

Pero, cosa curiosa, en vez de sentir la oscuridad cernirse hambrienta sobre él (o más bien la tierra sobre su cuerpo, para culminar el ciclo de la vida), sintió una luz  que poco a poco iba aumentando de intensidad. No sabía de dónde venía, si de arriba o de abajo; si de fuera o de dentro. Sólo sabía que poco a poco lo iba encegueciendo. Y que lo hacía ascender, de alguna forma inexplicable fuera de su entendimiento, que a estas alturas valía nada.
Y sentía que subía y subía...
Hacia la luz perpetua.




La mala inspiración llegó de mano del Requiem de Mozart.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Piwi aprendiste a hacer el tachado de letras wiii :D!!ç

Requiem de Mozart... que cancion mas buena por Dios... no trae mala inspiracon, trae INSPIRACION DIVINA

saludos !