viernes, 25 de febrero de 2011

Aliados.

El terror es algo espantoso. Fluye por la sangre tal cual como lo hace la adrenalina, pero en vez de impulsar, detiene, frena, congela. Hace que el cerebro se inunde de imágenes ensangrentadas, de planos quebrados, de ideales destruidos desde sus bases; hace que el corazón lata más rápido, pero que la temperatura baje más y más.Hace que la garganta atenace, que trate de matarte por dentro, sintiendo la presión que te surge del pecho; que se te desarmen las entrañas, que los pies sean gelatina y que no puedas huir, porque en el cuerpo propio es donde todo está.

El terror hace que una no quiera más nada, pero es peor cuando el terror se junta con la culpa.

La culpa, esa maldita infame, que se burla de una en la cara porque sabe que si no hubiéramos hecho algo antes, ella no estaría. La culpa se regocija en los recuerdos; acelera la imaginación creando los miles de futuros diferentes que habrían de no haber hecho aquello que le dio vida. La culpa siempre requiere los servicios del llanto, pero no de ése que es un bálsamo, que alivia y quita la pena; siempre se alía con el llanto a saltos, que desgarra, que surge a borbotones y que no se acaba, ése que va con los gritos y gemidos que no liberan, sino que aprisionan y que no hacen más que quemar las mejillas al caer las lágrimas y que desgarra la garganta.
La culpa y el terror no son buenos aliados, no son sanos. Pero son eficientes, si lo que se busca es la destrucción. Aún más, si es la autodestrucción.

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