Es divertido cómo se vuelve tragicómicamente a la ingenuidad
innata de la básica. Usualmente asumiendo roles que no corresponden a la edad o
al desarrollo propio de las personas, de repente se nos olvidan cosas básicas,
o que debieran serlo si una no hubiere tenido un camino tan… bizarro, para
crecer. Algo tan básico como notar cuando alguien te gusta, o cuando le gustas
a alguien; traducir las señales que se mandan (o entender por qué carajo
malentienden las que una manda, paveza innata, podría decirse) se transforman,
aún en estas tempranas etapas del camino, en una odisea casi equiparable a
tratar de entender alemán.
Pero es divertido –a veces- perderse y enredarse en esas
señales. Hace tanto, tanto tiempo que no las sentía, que casi da risa tenerlas
tan cerca. Da gusto, en cierta manera, volver a la inocencia y a la alegría que
da intercambiar dulces (en serio, a quién demonios la hace feliz eso, aparte de
a mí?), o a la ternura que generan los torpes saludos o despedidas; los
intentos genuinamente burdos en tratar de tener un acceso más familiar, o un
toque menos impersonal de esa otra persona que hace que genere una lista de
reproducción sólo para sonreír como posesa en la calle.
En fin, es divertido sentir esa ansiedad que no altera
brutalmente mi colon, como los desafíos académicos (?) y que, sin embargo, me
hacen una persona genuinamente sonriente y feliz. Aunque sea un poco –sólo un
poco- creepy.
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