martes, 23 de noviembre de 2010

Libido

Siempre era una aventura entrar en su cabeza. Era, extrañamente, muy cristalina, llena de personitas corriendo de un lado para otro, acarreando recuerdos y tratando de embutir la maroma de información que recibía "en clases" para ser procesada en un extaño aparato que de cuando en vez humeaba de lo lindo.
Pero ella no iba a la visita turística por los despachos de su memoria, ni al tétrico lugar donde los procesos más mecanizados se mantenían (a cargo siempre de un practicante de neurona, había que decir; siempre tratando de abaratar costos).
No; ella iba a ver a las Etoiles, como le gustaba pensarlas. Esas... cómo decirlo...personificaciones de su propio carácter. Eran todo un espectáculo. Como la vida.

Subió por la amplia escalera de la conciencia y se fue a la terraza de su cerebro, tan cristalino y pulcro; tan disímil de lo que ella era al menos en su entorno. Vaya paradojas.
Pues buen, allí vio cómo la Inteligencia casi se daba de cabezazos contra uno de los muros de cristal, mientras la Jugosa se desternillaba de la risa en su cara. En algún rincón vio a la Meditabunda, admirando cómo la Creativa se empeñaba en armar con los haces de luz algún envoltorio para su la Bailarina un tanto exhibicionista. Por un lado y por otro se dispersaban los diversos aspectos de su personalidad, mas ella, después de saludarlas cortésmente con un gesto de cabeza, siguió de largo, hasta el fondo... al único reducto en aquel límpido lugar que tenía una puerta, una llave y una identidad encerrada. Al que ella, de morbosa, gustaba visitar a solas. Iba a visitar a la Líbido.
Y es que no podía dejar de ir a visitarla. La conoció encadenada; ahora disfrutaba soltarla sólo para sí. Un par de ocasiones muy dispersas se había tomado el control total, y habían sido instantes memorables, pero llenos de culpa, recuerdos, subidas súbitas de temperaturas y risitas solitarias en la calle.
Le encantaba mirar a los ojos a la Libido. Siempre más oscuros que en el resto; siempre más brillantes... siempre más ansiosos. No le disgustaba mirar el cuerpo de la Libido. Creía firmemente que era el único que, aún ajustándose al modelo en carne y hueso escala real, se veía bien... se veía deseable... incitante, quizás, incluso para ella misma.
Le encantaba oír esa voz tan grave, tan pausada... tan llena de inflexiones como de trampas. Le fascinaba pensar que era esa misma voz la que podría, en algún momento remoto, salir de sus labios; nunca tan tentadores como los de la Libido, claro está.
No, porque ella era inigualable, aún dentro de su cabeza.
Pero lo que más le gustaba de la Libido, por sobre todas las cosas, ya fuera su moral, su cordura, su imaginación... por sobre todo eso y más, lo que la derretía era que la Libido se empeñara en tentarla a ella. Y  que lo lograra, que era lo mejor.
Cada vez más aumentaban las frecuencias de las visitas a la Libido. Y cada vez más se transgredían  los límites entre la razón y el deseo. La lucha misma entre ella y su personificación.
Y vaya bien que le hacía.

Algún día, sabía, la Libido se tomaría el control definitivo de su cabeza, subyugando al resto.
Y no podía decir que lo lamentaría.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si algún día la líbido la controla estará perdida... muy perdida!!!

El relato me daba la idea de muchos payasos mirando al vació u girando en monociclos tétricamente por un espacio con la gravedad de la luna jeje!!!

Un abrazo Piwi